lunes, 9 de diciembre de 2013

Capítulo IV. Un decreto muy inoportuno



Por Rodríguez Couceiro.

   En torno a los 20 años tenía yo un grupo de amigos que ya nos habíamos elegido por afinidad.  Gustos, inquietudes, y preocupaciones comunes. Entre ellas figuraba la mujer, el sexo… todos coincidíamos en preguntarnos peculiaridades sobre las hembras. Cada uno de nosotros estábamos enamoriscados de alguna, muy concreta.Pero todos teníamos el mismo nivel de experiencia: ninguna.                                                                                                                                                                                               
   Había por entonces en Pontevedra un barrio que tenía fama de reunir en su seno a las “chicas malas” de la ciudad.  La Moureira, se llama. En torno a un  pequeño embarcadero formado por la confluencia de la ría de Marín y la desembocadura del río Lérez. Era una ribera larga constituida por la pobreza visible de sus casas, los pequeños bares, y otros establecimientos similares. Alguna casa “de  Chicas”, que en aquel momento eran nuestro objetivo.
     Habíamos decidido estrenarnos el día 15 de agosto, en plenas fiestas de la Virgen Peregrina, patrona de Pontevedra. Creíamos que en medio del fervor, la animación y la alegría general,  nadie repararía en nosotros.EL domingo, día 14, nos reunimos como habíamos convenido en la cabecera este de la Alameda a las tres de la tarde.  Más o menos a la hora fijada estábamos todos reunidos. En esta ocasión llegamos todos a la hora fijada. Incluso Benja, el que siempre se retrasaba, llegó puntual, y exultante exhibiendo un paquetito envuelto en papel de la farmacia“Conde”, que contenía las cinco botellitas con la dosis de penicilina que nos había indicado Toño, experimentado muchacho en estas lides cuatro años mayor que nosotros.
   Bajamos por la calle XxX, hasta el borde del agua del puerto. De allí nos dirigimos por la derecha siguiendo la ribera de la ría unos 700 metros y finalmente entramos en la rúa do Este. En el número 32 de la calle se encontraba nuestro destino, el “Bar Císcar”. Un recinto amplio, con mesas y sillas de madera.
       Nos asomamos a la ventana que daba a la calle y mostrando la mínima cantidad de nuestra anatomía, miramos al interior del bar. Había pocos clientes en aquellos momentos y entre las cuatro chicas que se encontraban en el local, ninguna de ellas era Begoña “A tetas”, mi chica. Tampoco se encontraban las chicas de mis amigos, excepto Maruxa de Lola, la elegida por Benja. Después de algunos conciliábulos decidimos volver a la caída de la tarde que sería más  probable encontrar a las nenas, a todas. Nos fuimos de la Moureira con menos alegría que con la que habíamos llegado.                                                                         
     Para hacer tiempo fuimos a la cafetería “Lar”, de nuestro buen amigo Firmo. Este nos esperaba con la cara muy risueña y el ejemplar del diario “El faro de Vigo”.
       “¿Qué tal la experiencia en la Moureira?”. Nos preguntó sin poder contener una muy amplia sonrisa y una carcajada.                                                                                                                                
      En la primera página de “El Faro”  figuraba la explicación que todos esperábamos: “Prohibidas la prostitución y las casas de tolerancia en todo el territorio nacional. El gobierno dictó un decreto con las nuevas “normas de conducta y convivencia”.                                                                                     
       Total que don Francisco Franco Bahamonde nos había hecho la puñeta un vez más.
       
 (Seguirá)

domingo, 1 de diciembre de 2013

Capítulo tres. ¡Cuidado: a quién le pides bailar!

Por José A. Rodríguez Couceiro.
    

          El Alcalde de la turística ciudad de Vallarta (“la noche de la iguana”, con Marlon Brando y Litz Tailor) situada cerca de Guadalajara, emprendió una campaña en favor de su ciudad que  en aquellos días había salido en los medios informativos norteamericanos una serie de noticias relativas  a incidentes con turistas norteamericanos, especialmente en el Estado de Jalisco, al que pertenece la ciudad de Vallarta y otras localidades muy veraniegas de México.

     La alarma de las autoridades era comprensible porque el turismo norteamericano  era la principal industria de México.

       Y por aquellas fechas era frecuente encontrar en los diarios mexicanos, así como oír en la radio o en la televisión noticias sobre violaciones de turistas norteamericanas, e inclusive asesinatos, lo que perjudicaba gravemente a la principal industria nacional.

      Pues bien, al preocupado alcalde de Puerto Vallarta se le ocurrió emprender una campaña en favor del turismo y pensó que lo mejor sería contar  con el apoyo de la prensa internacional. Y para ello programó la visita a su ciudad de los corresponsales de los agencias de noticias y de diarios que residían en México  D. F.  Y hete aquí  que  me tocó mi turno. Recibí  una invitación para visitar Puerto Vallarta con mi esposa un día  de agosto de 198x. En la mima ocasión también  fueron invitados el subdirector de la agencia francesa AFP,  Ramón La Moneda, el corresponsal de la agencia cubana Prensa Latina, mi íntimo amigo Carlos Ferreira, y sus respectivas esposas.

      El día señalado  tomamos el avión para Puerto Vallarta. Ese día la pintoresca localidad del Pacífico se había engalanado para nosotros. Banderitas de todos los colores en las calles, grupos de mariachis tocando por las calles. Y en la plaza principal del pueblo  estaban dispuestas mesas para comer y en un templete una orquesta amenizaba la fiesta, interpretando  rancheras, pasodobles y otras piezas.

     Todo en nuestro honor. El Intendente Municipal (alcalde) y otros miembros de la junta municipal nos esperaban  en la  mesa.  Con sus bien ataviadas esposas. A mí me correspondió sentarme al lado de la mujer del alcalde, una chinita menudita, de ojos muy brillantes… Bastante bonita por cierto. 
Me levanté, y muy cortésmente, le solicité a la alcaldesa bailar.

       En torno a la mesa se produjo un movimiento que no supe definir. Dos mocetones que estaban detrás de la silla de la señora del alcalde, de pié, abrieron un poco las cazadoras de piel  negra   que llevaban puestas dejando a la vista las culatas del revolver que tenían entre el cinturón y el pantalón. Uno de ellos, el que tenía la cara menos fiera, se acercó a mí y poniendo su boca cerca de mi oído me dijo en voz baja “por razones de protocolo, usted no puede bailar con la esposa del señor intendente”.   

     Intervino entonces el señor Intendente:“en México no se estila invitar a bailar a la esposa de la máxima autoridad. Es el protocolo, usted sabe”.

      Después de ese breve intercambio de palabras poco más se dijo en la mesa. Para quitar hierro a la situación,uno de los presentes dijo que en España y en Europa, en general, era usual sacar a bailar a cualquier persona en una situación como aquella.

       Sobre la mesa se extendió una especie de tiniebla que impedía las conversaciones: una suerte de silencio de los llamados “sepulcrales”. Y todo por una simple y educada invitación a bailar.      
                                          
      Ya en el hotel, Ramón de la Moneda comentó irónicamente: “vaya forma tan original  de tranquilizar al turismo  norteamericano”.
                                                                                    (seguirá)